Oro Negro

02.10.2020 10:25

Cada vez que la miro articulo silenciosamente la misma frase entre mis pensamientos: ¡Dios mío, que buena que está! Antes la he estado observando pausadamente, sin querer perder detalle, con la certeza hedonista del placer inminente, con la misma parsimonia con que ella se torna plena, sabedora de la sutil y al mismo tiempo profunda coloración que refleja en la penumbra, una oscura sombra de rubí. La ceremonia con que la inclino delicadamente con la mano izquierda mientras la acaricio suavemente con la derecha. La paciente espera antes de aproximarla lentamente a mis labios. El agradable sabor amargo de terciopelo negro que transpira. Y todo ha empezado con un grito amortiguado en medio de la multitud.

- Hi sweetheart! May I have a pint of Guinness, please?

En la barra del Temple Bar, aquel de fachada clásica de color rojo intenso que aparece en todos los posters y guías de Dublín, corazón y espejo de un barrio en auge cerca del río Liffey, no cabe un alma. No se admiten susurros. La música en vivo está en su apogeo y la concurrencia no se habla, se grita entre sí. Los tiradores de cerveza no se detienen. La gente viene y va. Todavía hay quien intenta entrar y encontrar un buen sitio o cerca de donde nacen los acordes de una guitarra que interpreta alguna versión de The Pogues, o cerca del origen del suministro de los zumos de cebada, del oro negro: la barra.

Unos diez millones de pintas se sirven cada día en ciento cincuenta países. Desde que Arthur Guinness alquilara el solar de Saint James’s Gate el 31 de diciembre de 1759 por un periodo de nueve mil (sí, 9.000) años por 45 libras anuales, la empresa se ha ido expandiendo a lo largo del tiempo. Inicialmente se producía una ale espesa de tipo stout que ya en 1778 se convertiría en la porter que, más o menos, se fabrica en la actualidad. Tras conquistar Irlanda, sir Arthur conquistó Londres y desde allí el mundo entero.

Saint James’s Gate se ha transformado desde octubre de 1997 en un exitoso centro de visitantes donde se muestra el proceso de elaboración de la famosa bebida, desde la fermentación del grano a la fase final de almacenamiento en barricas, hasta que los barriles de aluminio las sustituyeron. En el vasto edificio, en el que se quiere reflejar la forma de un vaso, que por cierto albergaría la nada despreciable cantidad de catorce millones de pintas, se explica la historia de la empresa, y como se fabrica y procesa el preciado líquido. No falta una surtida tienda de parafernalia y recuerdos diversos, restaurante, un par de bares, uno de ellos apto para practicar con la precisión debida, a fuerza de antebrazo, el tiro de una pinta marcando los tiempos adecuados en las pausas y en las cantidades.

También se exhibe una surtida exposición de envases, tanto de vidrio como de lata, pretéritos y presentes, que se han empleado para preservar la cerveza, así como la publicidad desarrollada por la marca en distintas épocas de su historia, desde el surtido y colorista diseño de animales de John Gilroy de los años treinta en los que canguros, leones marinos o avestruces repetían hasta la saciedad: My Goodness, my Guinness!, al famoso y casi perenne Tucán que aún decora multitud de paredes de pubs clásicos, transportando un par de pintas habilidosamente sobre su largo pico.

También se explica la transformación, con el paso del tiempo, de sus logotipos. El del arpa corresponde ni más ni menos que al famoso instrumento conocido como O’Neill o Brian Boru, cuyo original, del siglo XIV, se conserva en la Sala Larga de la Biblioteca del Trinity College de Dublín y que, como emblema de la nación, también decora el anverso de las monedas de un euro.

La visita se completa en la última planta, un auténtico mirador de 360 grados sobre la ciudad, con una barra circular en el centro, donde, como colofón, se sirven pintas. Desde el Gravity Bar, a 46 metros sobre el suelo, se tiene una gran vista de la capital irlandesa: la Iglesia de Saint Agustine and John, Saint Patrick, Christchurch, el Trinity, y a lo lejos, las Wicklow Mountains, de donde aseveran que procede el agua destinada a fabricar la cerveza.

Inútil, por no decir insultante, pedir otra marca. La Pinta, con mayúscula, se sirve fría, no helada, a 6 grados centígrados. A causa de la espuma que produce el nitrógeno a alta presión debe dejarse reposar unos instantes, según la propia empresa, “it takes 119,5 seconds to pour the perfect pint” (“se necesitan 119,5 segundos para servir la pinta perfecta”) redundando con el “good things come to those who wait” (“las cosas buenas llegan a quienes saben esperar”).

Y esperando, la banda local inicia los acordes de un gran clásico de la música tradicional irlandesa: Three young ladies drinking whiskey before breakfast. Con la sugestión y entre el tumulto, advierto que estoy seco. Me giro hacia la barra y, como cada vez que la miro articulo silenciosamente la misma frase entre mis pensamientos: ¡Dios mío, que buena que está! Antes la he estado observando pausadamente, sin querer perder detalle, con la certeza hedonista del placer inminente, con la misma parsimonia con que ella se torna plena. Es dulce, se llama Elaine y amablemente me mira a los ojos mientras me sirve la segunda pinta.

© J.L.Nicolas

 

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