Morituri te Salutant

28.01.2023 11:51

   Los espectáculos que abarrotaron de público los anfiteatros romanos fueron, fundamentalmente, de dos tipos, aquellos en los que participaron parejas o grupos de luchadores, que fueron conocidos como munera y aquellos en los que los protagonistas fueron bestias salvajes enfrentándose a sus cazadores o luchando entre ellas, estas fueron las venationes

   Estas últimas tuvieron su origen en las celebraciones que organizó el general Marco Fulvio Nobilor al regresar de su campaña en Etiopia en el siglo II a.C. Nobilor llevó leones y panteras al circo, unos animales desconocidos en un espectáculo inusual para el gran público romano. Su éxito determinó su continuidad, se importaban animales salvajes de los límites del Imperio, cocodrilos de Egipto, osos y jabalíes de Centroeuropa y las Galias, leones y leopardos de Asia y rinocerontes, hipopótamos y elefantes de África. En el año 46 a.C., Julio César no dudó en ofrecer unos juegos que duraron cinco días y en los que se llevaron a la arena cuatrocientos leones y cuarenta elefantes. Cuando Tito inauguró el Coliseo llevó hasta la exageración la convocatoria de unos juegos, duraron cien días y llegaron a participar nueve mil animales, una exageración que superó Trajano cuando, en el año 107, organizó unos juegos que se prolongaron durante ciento veintitrés días para celebrar sus victorias en el Danubio, en ellos participaron diez mil gladiadores y fueron sacrificadas once mil bestias. En ocasiones se llevaba a condenados a muerte al anfiteatro para enfrentarlos, desarmados, a las bestias. Una práctica que, en tiempos de las persecuciones a los cristianos, llevó a estos a ser martirizados en la arena. La última venatio de la que se tiene noticia se celebró en el año 523 durante el reinado de Teodorico.

   Por su parte, el origen de los duelos entre gladiadores se remonta a los juegos fúnebres que se organizaban en honor a algún personaje fallecido. En el canto XXIII de la Ilíada se describen los que organizó Aquiles por la muerte de Patroclo, en los que se hicieron carreras de carros y competiciones de boxeo y lucha. Esta antigua costumbre griega conduciría a la celebración periódica de juegos panhelenos en Olimpia, Delfos, Nemea e Istmia, los cuales, trasladados en menor medida a las colonias de la Magna Grecia, al sur de la península itálica, fueron adoptados por las tribus de oscos y samnitas. Los romanos debieron conocer estos rituales de la Campania y, ya en el año 264 a.C., los hijos de Décimo Junio Bruto Pera, celebraron unos juegos en el foro Boario de Roma para honrar a su padre. En el 216 a.C. veintidós parejas de luchadores se enfrentaron en las exequias de un Marco Emilio Lépido y, ya en el 183 a.C sesenta parejas de gladiadores lucharon en el funeral de un Publio Licinio.  

   Los juegos en los que participaban luchadores eran llamados munera, significa regalo, algo ofrecido por alguien, y es que a menudo eran magistrados o acomodados ciudadanos romanos quienes ofrecían los espectáculos, generalmente con fines propagandísticos o para ganarse el favor de la población, particularmente en vísperas electorales, aunque también solían ser ofrecidos por los propios emperadores para celebrar una victoria en una campaña militar.

   La palabra gladiador designa específicamente un tipo de combatiente, aquel que estaba armado con una espada corta llamada gladius. Redes, tridentes, cascos, escudos y otras protecciones completaban una notable variedad de equipamiento para el combate. La combinación más común enfrentaba a retiarius, armados con la red, tridente y puñal, contra los secutor, provocator o mirmillones, equipados con espada, escudo y casco. El hoplomachus blandía una lanza de longitud media y el arbelas o scissor una empuñadura acabada en una hoja en forma de media luna, ideada contra la red del retiarius. El murmillo o mirmillón se protegía con un casco con una cresta y una gran visera y se defendía con un escudo rectangular y una gladius. Los tracios llevaban un pequeño escudo y una espada corta curvada llamada sica, el más famoso entre estos fue Espartaco, quien mantuvo una rebelión a lo largo de tres años en Capua.

   Los luchadores llegaban de todos los rincones del imperio, solían ser reclutados antes de cumplir veinte años entre prisioneros de guerra, esclavos o condenados, incluso hubo casos de hombres libres que participaban en los duelos en busca de la fama y la gloria. Un empresario, el negotiator familiae gladiatoriae, aunque comúnmente se le llamaba lanista o, más prosaicamente, carnicero, se encargaba de contratar y formar a los luchadores. El lanista los entrenaba en las ludus gladiatorium, las escuelas de lucha. Existían tarifas según la calidad o la categoría de los hombres que se llevaban a la arena y el inicio de los combates estaba revestido de una estudiada liturgia que empezaba con la pompa, el desfile que hacían los participantes en el momento de entrar en el anfiteatro de un modo similar al que siguen haciendo los toreros y sus cuadrillas al iniciar cada corrida de toros. Las lides estaban detalladamente reglamentadas. Tal como en el boxeo de hoy en día, uno o dos árbitros seguían de cerca el enfrentamiento. Obviamente la muerte de un gladiador suponía la victoria de su contrincante, pero no era lo más común, normalmente cuando uno de los dos luchadores, herido o extenuado, se rendía, levantaba una palma en alto solicitando clemencia. Los árbitros miraban a la grada para consultar el parecer del público.

   A pesar de la violencia de las confrontaciones, poco más de un diez por ciento de los gladiadores perdía la vida en la arena, eran costosos en tiempo de entrenamiento y de formación y, por ello, no luchaban más de dos veces al año en la arena, aun así, pocos superaron la veintena de victorias y fueron luchadores célebres, bien conocidos por el público de su tiempo, como Máximus, del ludus de Capua, quien obtuvo la victoria en treinta y seis combates, Flamma, quien perdió la vida tras haber vencido en treinta y cuatro ocasiones o Generosus, con veintisiete. Algunos tuvieron familia, esposa e hijos y llevaban una vida relativamente normal. Se han conservado numerosas lápidas con inscripciones que hacen referencia a su condición. A veces, además de sus nombres, figura su edad, victorias y otros detalles como en las que se exhiben en el Museo Arqueológico de Nimes. Así sabemos que ni los mirmillones Columbus Serenianus, Calistus, ni los tracios Quintus Vettius Gracilis, Orpheus ni el retiario Lucius Pompeius pasaron de los veinticinco años de edad. A tres de ellos sus esposas, Sperata, Optata y Julia Fusca, les pagaron la estela funeraria. O el caso de Urbicus, un joven gladiador que luchó en el anfiteatro de Mediolanum cuando la ciudad era capital del Imperio Romano de Occidente. Debió ser hábil y querido, sobre todo querido, porque fueron su esposa y sus admiradores quienes costearon una de estas escasas estelas funerarias dedicadas a un gladiador. La suya fue descubierta en la iglesia de San Antonio, entre Via Sforza y Corso di Porta Romana, en Milán. Urbicus combatió habitualmente como secutor, emparejado a un retiarii. Se sabe que procedía de Florencia, que participó en trece combates y que obtuvo la victoria en los doce primeros. El último lo perdió a los veintidós años, dejando a una esposa llamada Lauricia con quien compartió los postreros siete años de su vida, una hija mayor de nombre Fortune y otra de tan solo cinco meses, Olimpia.

© J.L.Nicolas

 

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